Qué difícil debe ser la vida de las personas indocumentadas. Vivir en la clandestinidad, aunque con la obligación de no esconderse pues es necesario que trabajen, recorran por las calles, pasen cerca de los policías, en fin. El miedo se convierte en un amigo más para estos seres humanos.
Desde la asunción de Donald Trump a la Presidencia de Estados Unidos, las condiciones de estas personas han sufrido un dramático agravamiento, pues los que hasta ahora eran considerados “sitios seguros”, como escuelas, iglesias, hospitales o centros de trabajo, han dejado de serlo. Los efectivos de Migración ahora pueden irrumpir en esos lugares y se ha desatado una verdadera cacería humana, con varios agravantes y flagrantes vulneraciones a los derechos humanos, en un país que se jacta —cacarea, habría que decir— de respetar la democracia, las leyes y las atribuciones de todos los seres humanos.
Es evidente que cada país está en su pleno derecho de establecer reglas para el ingreso de migrantes, pero nadie puede olvidar la existencia de tratados internacionales que regulan las relaciones entre Estados y gobiernos.
Ésta demostración —alarde, en realidad— de fuerza y prepotencia de uno de los países más poderosos del mundo contra los débiles se asemeja a lo que ocurre con los matones que siempre aparecen en cada vecindario.
Imponer aranceles y exigir que un país suspenda acuerdos comerciales entablados sobre la base de su soberanía con otras naciones es sencillamente una forma de dar plena razón a quienes acusan a Estados Unidos de ser un imperio y de comportarse como el gendarme del mundo.
La política arancelaria tendrá repercusiones sobre el empleo en los países afectados, pero tendrá un efecto bumerán, pues los afectados elevarán los impuestos para las importaciones estadounidenses y se encarecerán los productos fabricados en el norte, que tendrán menor demanda en el mundo y se alentará el comercio entre otros países.
Sin embargo, mientras todo se reacomoda, habrá profundas crisis en todo el mundo y muchas personas sufrirán.