Estaba yo tranquilamente pasando mi domingo panza arriba, como si no existiera un mañana, cuando la wife me lo recordó: “hay que ir a votar”.
La miré como cuando un pavo mira el calendario de adviento, como cuando un equipo goleado ve que le aumentan siete minutos al partido, como cuando en vez de pescado te encuentras otro pedazo gigante de papa en el ceviche. Nos peinamos, acicalamos, alistamos agua para la perrhija y nos pusimos las camisetas del Tigre, recordando que ahí también clamamos por elecciones, porque somos tan distintos de los del frente, que en vez de tener un dueño, millonario y llorón, tenemos un presidente, negociante, mudo y menos querido que una prescripción de antibióticos en carnaval.
Fuimos caminando, nos acompañó mi cuñado, que sabe tanto de computadoras que a veces tengo que reiniciar mi RAM para entender de lo que me habla. Que AMD tiene mejor procesador. Que Nvidia tiene mejor capacidad gráfica. Que el Windows 11 apesta.
Yo lo quiero a mi cuñado, porque así temático como es con la tecnología, ya me salvó la info de un disco duro y atajó de la compu de mi esposa al veintiúnico virus para Mac que hallé en mi vida. Al llegar a la escuelita que aloja el recinto electoral, a pie y con calmita, con unos helados Delizia y sorteando a un par de opas que salieron en auto y sin autorización, nos encontramos con amigos y vecinos para hacernos la misma pregunta: “¿Vos por quién vas a votar?”.
Claro, estamos frente a una elección en la que no confiamos en ninguno de los candidatos, todos quienes fueron prohibidos de hacer campaña, muchos quienes fueron sindicados de ser azules, y por tanto, parte del problema y no de la solución. Por redes sociales, una diputada, una influencer y una ex candidata comparten su “lista de acusados”, la cual es desmentida en varias cuentas de Twitter (sí, yo me niego a llamar- le X por más que esa red se haya vuelto una cloaca).
En cualquier otra situación uno pensaría que es una cacería de brujas, pero en este caso sirve como una advertencia útil, aunque nunca confiable al 100%. En el recinto me lo encuentro a mi amigo Ñoqui, que le decíamos así porque era gordito y pura papada. Él me lo dice con claridad meridiana: “hermano no es posible que por tercera vez no sepamos a qué venimos.
Nuestra justicia de hecho está peor desde que existe esta elección”. Y le doy la razón: moros y cristianos comparten la idea de que estamos aquí no para elegir a mejores jueces y magistrados, que han sido prohibidos de compartir sus propuestas –si las tienen– con el público, sino para que nos den ese bendito certificado de sufragio y podamos hacer trámites bancarios en paz.
Así que hago mi fila y entro al aula con menos espíritu democrático que el presidente de Nicaragua. Tengo mi marcador rojo grandote listo para poner alguna barrabasada y anular mi voto, pero me gana el Pepe Grillo interior, esa vocecita que cuando la conocí a mi amada me dijo en la oreja “ahora cojudo, ¡no la cagues!” y termino marcando las casillas de los candidatos cuyas recomendaciones pudieron llegar a mis oídos. Esta señora que dice que es bien nomás.
Este de corbatín de gato y cara de nerd. Este de sombrerito que me dijeron que no es azul. Así que salgo, deposito mis dos papeletas y me dan el bendito certificado, con una foto de hace décadas, peor que la de la cédula de identidad, cuando pensábamos que ello no era posible.
Saludamos a unos amigos muy queridos que igual votaron por las opciones menos pluricarnavaleras que vieron y nos volvemos a casa, a almorzar y sepa dios si habrá un resultado, porque en pleno 2024, en este país no se puede tener resultados el mismo día. Ni hablar del 2019, cuando se detuvo el cómputo a capricho de los fraudulentos.