Por: Agustín Echalar Ascarrunz

En mayo de 1945, el entonces presidente Gualberto Villarroel participó en el acto inaugural del Primer Congreso Indigenal de Bolivia. Hasta ese momento, la población originaria del país carecía de derechos, a grado tal que su situación podía compararse con la de los vasallos del feudalismo.

Esta situación se remontaba al 5 de octubre de 1874, cuando Tomás Frías promulgó la Ley de Exvinculación, que derivó en que quechuas y aymaras no sólo perdieran sus tierras, sino que aparezca el latifundio y que quedaron reducidos a la mera condición de modernos esclavos.

La sociedad boliviana se dividía, de hecho, en castas y no clases sociales. La movilidad social era una utopía. En los medios impresos se publicaban avisos en los que se ofrecía, sin que el trabajador tuviera derecho a reclamar nada, sus servicios junto con un quintal de taquia, el excremento de los camélidos andinos, que eran el combustible para las cocinas en un país en el que la electrificación aún estaba en ciernes.

Consignas tales como la abolición del pongueaje y el mitanaje eran consideradas por los patrones como sinónimo de insurrección y subversión contra el orden instituido.

Ya se conoce el final de aquella historia. Villarroel decretó el final de esas acciones de explotación humana y fue inmolado, pero siete años después, se inició el proceso de la Reforma Agraria que derivó en problemas de otra naturaleza, es cierto, pero que de alguna manera puso punto final a aquella etapa de abusos.

Aquel Congreso Indigenal fue duramente reprimido. Los patrones prohibieron que delegados, sobre quienes ejercían potestad casi de dueños, asistan al evento. Hay relatos de que algunos de ellos debieron sortear obstáculos y recorrer por caminos secretos para participar en el evento.

Han transcurrido casi ocho décadas desde entonces. La realidad ha cambiado. Bolivia es un país con una dinámica social diferente.

Nada de esto hubiera sido posible si un grupo de decididos líderes originarios no hubiera encarado aquel monumental desafío. Ellos no vieron los resultados de aquella movilización social, pero los beneficios llegaron a sus nietos.

El 10 de mayo es una fecha, digamos pesada, un 10 de mayo se quemaron los libros no arios delante de la universidad de Berlín en 1933, y siete años después, en esa misma fecha, Alemania invadió Holanda, era también el cumpleaños de Banzer, y fue el día en que se inauguró en 1941 el nuevo edificio del Colegio Alemán en La Paz, y desde entonces es festejado con mucho entusiasmo como día del Colegio, para colmo es el Día del Periodista.

Mi amigo Robert Brockmann, a quien debo mi incursión en el mundo de los periódicos, estaba en el dilema entre festejar este sábado que ha pasado, ya sea con los compañeros del colegio, (renombrado Mariscal Braun) o con sus colegas del mundo de la prensa, difícil seguramente optar por uno u otro, porque el corazón alcanza para muchos afectos.

Algo curioso respecto al colegio alemán es que lleva el nombre del héroe de Montenegro por la misma razón que nuestro país se llama Bolivia, vale decir, en ambos casos la asociación es bastante forzada, pero fue hecha por razones pragmáticas, es posible que el Alto Perú no hubiera podido existir si no optaba por llamarse Republica Bolívar, de la misma manera que, en  escala menor, considerando las circunstancias, el cambiarle de nombre al Colegio Alemán en plena guerra, permitió que este no fuera cerrado. Dicho sea de paso, me he enterado que el busto de bronce del Mariscal, que adornaba el hall de entrada del edificio de la calle Aspiazu, se ha perdido, interesante situación que exige una investigación, solo para inventario, ¿cuándo fue visto por última vez?

Cuando pienso en el Día del Periodista, pienso con nostalgia en un mundo que prácticamente se ha ido, del que solo quedan resabios, nunca fui periodista, pero mi vida ha estado ligada a los periódicos ya sea en forma pasiva, como lector, o como hijo de lectores, desde siempre y he colaborado con periódicos desde hace 34 años. Visitar una hemeroteca es algo fascinante, es volver al pasado de una manera casi personal. Cuando yo era un adolescente, y el parlamento estaba cerrado en tiempos de Banzer, yo me animé a entrar a ese fantasmagórico edificio de la plaza Murillo, y en la biblioteca del Senado descubrí que había una hemeroteca, el encargado de la misma, un señor mayor, que seguramente moría de aburrimiento, fue amable y condescendiente conmigo, y me prestaba los tomos de los distintos periódicos, empastados por mes. Pasé muchas tardes en esos ambientes.

Hoy en día se puede recurrir a hemerotecas virtuales de buena parte del mundo, pero en Bolivia no están actualizadas ni completas, aunque no es lo mismo, hay una relación táctil con los periódicos de “carne y hueso”.

Mi colaboración con los periódicos, comenzó en tiempos en que era director de La Razón, el inolvidable Jorge Canelas Sáenz, sé que hay legión de periodistas que trabajaron bajo su mando, y que lo admiraron y lo quisieron entrañablemente. Yo no tuve la suerte de trabajar para él, pero si la de crear un vínculo de amistad del que me felicito.

Esta semana, la he pasado lejos de los festejos de los entrañables compañeros de curso de la primaria y la secundaria, y lejos de los de los amigos periodistas, haciendo un pequeño recorrido por Perú, el país que es nuestro hermano casi gemelo, he recordado a Canelas Sáenz preocupado por el afeamiento de la campiña boliviana, a partir de construcciones nuevas hechas sin gusto y podría decirse sin amor, y es que ambos países hasta en eso nos parecemos, tenemos paisajes muy bellos, pero los otrora encantadores pueblos han sido totalmente deformados, y no solo los pueblos, inclusive las comunidades. Es una pena, pero me temo que sea irreversible. La basura a lo largo de las carreteras en ambos países se la puede recoger, pero las construcciones chatarra, están