El 7 de febrero de 2009, el entonces presidente Evo Morales promulgó la nueva Constitución Política del Estado que, entre otros aspectos, cambió la denominación de "República" por la de "Estado Plurinacional" y derogó la anterior Carta Magna, que estuvo vigente por 42 años. El nuevo texto constitucional fue aprobado por dos millones de ciudadanos en el referéndum de enero de ese año, aunque fue rechazado en los departamentos de Santa Cruz (65%), Tarija (57%), Beni (67%) y Pando (59%), y apenas ganó en Chuquisaca con el 51%. Es decir, a pesar de que alcanzó la votación aprobatoria del 61 por ciento, no tuvo el consenso nacional que requería un Pacto Social de tal naturaleza.
Con todo, la nueva Constitución está vigente desde hace 15 años, tiempo suficiente para que sus 411 artículos se hubieran aplicado plenamente y, sobre todo, para que hubiera logrado la "refundación de Bolivia" e iniciado una "nueva historia", como reza su singular preámbulo. Sin embargo, la obstinada realidad evidencia que ni refundó Bolivia ni inició una nueva historia, ya que muchos de sus principios, mandatos y promesas no pasaron de ser declaraciones desiderativas e incluso se distorsionaron debido a su compleja redacción, sus contradicciones internas, la poca lucidez de sus redactores y, sobre todo, su propia insuficiencia para crear un horizonte común que dé respuestas a una nación que permanece dividida, a un sistema institucional destruido y a un modelo de Estado que no representa los intereses del pueblo ni genera cohesión ni unidad.
Es innegable que nuestra actual ley suprema tiene muchos aspectos positivos, especialmente en el reconocimiento de derechos y la inclusión, que deben mantenerse; sin embargo, también es cierto que su orientación institucional y filosófica precisa modificarse. Hay muchos ejemplos que sustentan esta necesidad. El sistema de justicia impuesto por la Constitución actual nos llevó al irracional experimento de elecciones populares para nombrar a las altas autoridades del Poder Judicial, y generó un modelo ineficiente, poco transparente y proclive al control partidario, debido a que en su composición se menosprecia la meritocracia y se entroniza un esquema de cuoteo disfrazado de democracia.
El principio del pluralismo político es otro fracaso que fortaleció la informalidad en la propia democracia, al permitir que los corporativismos sociales puedan imponer sus intereses con base en la presión, el chantaje y muchas veces la violencia, amparados en prerrogativas reales o imaginarias que les permiten atribuirse la representatividad popular.
Pese a que incluye el modelo de autonomía, la propia Constitución creó cinco niveles de administración política, pero mantuvo un sistema de control gubernamental férreo de los recursos públicos, inviabilizando cualquier administración descentralizada. Incluso aspectos culturales, como la obligación de las instituciones estatales de utilizar al menos dos idiomas oficiales en su gestión (artículo 5), resultaron en fracasos completos por su inaplicabilidad generalizada y la impostura de los propios gobernantes.
Otro aspecto contradictorio se refiere al valor del texto constitucional como norma suprema. Así, mientras el artículo 13 señala que los tratados y convenios internacionales de Derechos Humanos prevalecen sobre la Constitución, el artículo 410 sentencia que "La Constitución es la norma suprema del ordenamiento jurídico boliviano y goza de primacía frente a cualquier otra disposición". Pero más grave aún es el poder total de interpretación de su contenido que se le asigna al Tribunal Constitucional, estableciendo que sus decisiones y sentencias "son de cumplimiento obligatorio, y contra ellas no cabe recurso ordinario ulterior alguno". Es decir, delega en siete personas la facultad de decidir arbitrariamente el sentido y el valor de cualquier artículo constitucional, sin posibilidad alguna de apelación, lo que ha generado aberraciones jurídicas inadmisibles en un Estado de derecho.
Por definición, toda norma debe responder a las necesidades y demandas del pueblo. Ninguna es inmutable ni perenne; todas son perfectibles y deben ser ajustadas o cambiadas cuando no cumplen su cometido, cuando afectan derechos o cuando son inaplicables. En el caso de la Constitución Política, su importancia es mayor porque sus principios, orientación y contenido deben representar la identidad, visiones, esperanzas y valores del pueblo que la adopta, y no a la ideología de un partido. Sobre todo, debe establecer la guía para que esos principios se materialicen, y los mecanismos para ordenar el sistema de gobierno, poner límites al poder y establecer los derechos y deberes de todos.
Lamentablemente, nuestra actual Carta Magna no alcanza a cumplir estos principios. Es necesario y oportuno decidir, entre todos, un ajuste significativo que restablezca el Pacto Social, sin el cual nuestro país corre el riesgo de hacerse inviable.