Estaba yo tranquilamente haciendo mi tercera fila del mes, ya no recuerdo si para comprar pollo, arroz o gasolina, cuando recibí un Guatsáp de mi sobrino. Él es pequeño, vive lejos y naturalmente, no me mandaba el mensaje de forma directa, sino que me hablaba a través del celular de mi hermana, con quien aprovechamos el contacto para ponernos al día acerca de la realidad del país. 
–Así que sigue sin haber dólares, ni gasolina…
–Sip. Y con los bloqueos, la carne y el pollo están carísimos. Estos días está faltando pan.
–Bueno, ojo que antes de Todos Santos siempre falta, porque los panaderos se ponen a hacer las masitas tradicionales.
–Mira, mejor no les des ideas a estos giles. Más bien que no aún no han hecho nada en el Salar, porque si se lo ponen a gestionar, seguro que en cinco años vamos a tener que importar sal.
Mi sobrino es, al igual que yo, fanático de Star Wars, así que cuando hablamos, siempre me pregunta cosas como cuánto mide la Estrella de la Muerte, cómo funciona La Fuerza, y otras dudas existenciales que deben ser dilucidadas antes de cumplir los 8 años. Cuando vino la última vez, al no tener edad aún para ver la trilogía original, tuve que contársela como un cuento antes de ir a dormir. Por ello, su madre me pedía que esta vez le pase un cuento de terror, aprovechando el Halloween. Así que sin pensarlo dos veces, le pasé la siguiente narración:
En una lejana comarca, en el corazón de un continente que se extendía desde las montañas hasta la selva, reinaba el rey Liwi Liwi. Verlo en el trono era como ver una vaca trepada en la copa de un árbol, nadie entendía cómo había llegado hasta ahí. El rey Liwi Liwi tenía un carácter enclenque y una voz débil, de esas que dan ganas de decirle “callate” de un sopapo apenas ha pronunciado tres palabras. La corte del rey era enorme y cara de mantener, pero todos se ocupaban de aplaudir al unísono al monarca cuando éste tocaba la guitarra, una de sus pocas verdaderas habilidades. Dicho séquito tampoco era un dechado de virtudes: todos los consejeros, oficiales y allegados del gobernante tenían menos ganas de trabajar que el diseñador de la bandera del Japón. Meses antes, la fauna y la flora de la comarca habían sido consumidas por las llamas, no por los lindos camélidos altiplánicos, sino por el fuego generado por unos amiguitos del rey, mientras este hacía la vista gorda, a cambio de quedarse con los campos incendiados una vez controlado el fuego.
Tal vez por todo ello, el reino estaba a la deriva y era amenazado por el malvado Kari Kari, un ogro que alguna vez había gobernado el lugar y que soñaba con arrebatar nuevamente el trono. El Kari Kari había escapado del señorío después de que el pueblo se sublevara contra él, por sus deshonestos intentos de atornillarse al trono, y luego de refugiarse en soberanías cercanas, había vuelto para quedarse en un feudo que aún le era leal. Al ver la inoperancia del rey y su corte, el engendro inició su plan para recuperar la corona: comenzó a bloquear los caminos del territorio, ahogando así poco a poco a la economía de los pobladores, quienes intentaban eludir los obstáculos puestos por sus súbditos para circular y vivir tranquilos. Todos sabían de la maldad del Kari Kari, quien exigía sacrificios humanos para alimentarse, pero al parecer el rey no pensaba hacer nada contra él. Por el contrario, el monarca parecía mirar a otro lado, mientras el pueblo luchaba para sobrevivir, lamentándose estar entre la espada y la pared, entre un soberano tan gil y un villano tan infame, pero a la vez tan determinado.
Luego de pasarle el cuento, recibí la llamada de mi hermana, quien me decía que me deje de joder y que le iba a contar a mi sobrino algo de los hermanos Grimm. En fin, es lo que pasa estos días en la comarca: todo parece un cuento, y no precisamente uno apto para menores.