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Por: Francesco Zaratti
A pedido del “respetable”, complemento anécdotas relacionadas con mi “ser italiano” en Bolivia, tratando, esta vez, de explicitar mejor algunas enseñanzas. Si el dolor es la sal de vida, las anécdotas, especialmente las amenas, son la miel de la existencia.
Para esta columna he seleccionado el área de la docencia universitaria, que ejercí entre 1974 y 2015.
Una vez, fui invitado por la Facultad de Agronomía a integrar el tribunal para tomar los exámenes de competencia a los aspirantes a docentes en el área de materias básicas. Cómo el tema de la exposición oral se sorteaba con anticipación, había que cerciorarse de que el candidato no hubiese aprendido de memoria el capítulo respectivo de un libro de texto, sino que realmente lo entendía.
Con eso, después de que un candidato expuso con propiedad y dominio de la pizarra la parte teórica del tema “peso, masa y densidad”, se me ocurrió preguntarle cómo prepararía un “chuflay” en una fría noche de invierno en la granja altiplánica de Belén perteneciente a esa unidad académica.
El candidato primero entró en un estado catatónico (en silencio y paralizado), luego me hizo repetir un par de veces la pregunta ya que no entendía su relación con el tema del examen. Obviamente, la relación consistía en el orden correcto en que se añaden los ingredientes, que suele ser: hielo, singani (o pisco) y Canada Dry. Aclarada la pertinencia de la pregunta, el candidato no acertó con el orden mencionado: primero el hielo, luego el alcohol, por ser menos denso que el agua, y finalmente la gaseosa, de modo de facilitar la mezcla de ambos ingredientes líquidos. Era una aplicación práctica y sencilla de comparación de densidades, como le expliqué al candidato que a esas alturas traspiraba ostensiblemente. Tampoco pudo responder la ulterior pregunta de por qué primero se ponía el hielo en el vaso. Dijo, tratando de complacerme, “por su densidad”, cuando la respuesta esperada era “para que no salpique”.
En otra ocasión quise poner de manifiesto la inutilidad de los informes académicos que cada semestre se nos obligaba a llenar en formularios cada vez más extensos e insulsos. De modo que empecé llenando correctamente el informe acerca del método didáctico aplicado, pero a las pocas líneas continué con el cuento de Caperucita Roja. Hasta ahora sigo esperando que alguien me llame la atención por hacerme la burla de la solemnidad académica. La verdad es que nadie lee esos aburridos informes, pero todos los exigen con el consecuente derroche de tiempo y papel. Algo que la flamante Rectora debería tomar en cuenta.
Finalmente, durante una de las campañas de la radiación ultravioleta, viajé a Sucre a dictar un taller, junto a otros colegas, y, en un rato libre, fui a la famosa fábrica La Glorieta esperando encontrar un sombrero de mi gusto para mi amplia colección. Mientras hablaba con el encargado de ventas, salió de su oficina el gerente (o tal vez el dueño). Este, que había reconocido mi peculiar acento italiano, fue a mi encuentro y me dio un abrazo desde el alma, diciendo que la campaña en pro del uso del sombrero había revitalizado su industria y me atribuía, como director de esa campaña, el mérito de haber salvado cientos de empleos del sector. Acto seguido, me pidió permiso para tomarme las medidas de mi cabeza y me prometió enviarme a domicilio, sin costo, el modelo de sombrero que yo había escogido. Por cierto, nunca recibí el sombrero prometido, pero nadie me quita la calidez y sinceridad de ese abrazo agradecido.