Algunos dicen que fue brutalmente descuartizado el 14 y otros que fue el 15 de noviembre de 1781, hace 243 años. Lo que se sabe con certeza es que el sacrificio se produjo en 1781, 44 años antes de que se creara la República de Bolívar que, para las naciones y pueblos originarios de este territorio no significó nada más que cambiar de patrones.

Julián Apaza, quien tomó el nombre de Túpac Katari, fue el líder de la insurrección aymara y quechua de 1781, cuando la ciudad de La Paz fue sometida a dos cercos. Katari fue traicionado en noviembre de aquel año por Tomás Inga Lipe, quien lo entregó a capitán de las fuerzas realistas Josef de Reseguín y éste lo puso a disposición del oidor Tadeo Diez de Medina, quien lo condenó a morir descuartizado, pena que se cumplió en Peñas, un municipio ubicado en el altiplano paceño.

Cuatro soldados tucumanos condujeron los caballos a los que habían sido atados los miembros del guerrero. Semejante demostración de salvajismo pretendía escarmentar a quienes intenten levantarse contra el dominio imperial del Rey de España.

Durante décadas, la historiografía oficial procuró mantener oculta la epopeya de Katari y sus huestes, a quienes procuró mostrar como indios salvajes, carentes de valores y paganos, aunque la tradición oral permaneció como una forma de lucha clandestina en contra del “stablishment”.

Superadas aquellas épocas de franco oscurantismo, la historia ha comenzado a reivindicar la figura de aquel héroe originario que comprendió que la única manera de superar el orden de cosas imperante en el siglo XVIII era el uso legítimo de la fuerza.

Hoy, los descendientes de Katari afrontan una nueva etapa. Para alcanzarla, preciso es reconocerlo, hay que recordar a figuras consulares de la historia boliviana del siglo pasado: Avelino Siñani y Elizardo Pérez, pioneros de la educación indigenal; Gualberto Villarroel y los conductores del Primer Congreso Indigenal, cuya lucha permitió eliminar la práctica del pongueaje —eufemismo con el que se conocía a la esclavitud de los colonos de las haciendas— y los gestores reales —no sólo los conductores— de la Revolución Nacional de 1952 y a los impulsores —no sólo las autoridades— del proceso de cambio.