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Los ciudadanos se interrogan, no solamente en Bolivia sino universalmente, sobre el origen de la corrupción en la justicia ¿Cuál es el origen de esta denigración humana que castiga a los inocentes y no pudientes? ¿La maldad natural del género humano sería el origen acertado? Si no fuese así y todos fuésemos honestos por naturaleza, se optaría con voluntad inmarcesible a que simplemente la verdad saliese a luz en todo debate, fundamentación y alegación, sin preocuparse en absoluto si esa contundente e incontrastable verdad se adapta a la opinión que previamente se mantiene o a la del otro contendor legal; eso sería indiferente o algo muy secundario.
La vanidad innata, que tan susceptible se muestra en lo que respecta a nuestra capacidad intelectual, no se resigna a aceptar que aquello que uno primero formule resulte falso, y verdadero lo del abogado adversario. Tras esto cada jurista no tendría otra cosa que hacer sino esforzarse por juzgar rectamente, para lo cual, primero se tendría que pensar antes que hablar. Junto a la vanidad natural, también colisionan, en la mayor parte de los seres humanos la chicanera actitud (expresada coloquialmente y se entiende como el ejercicio de deformar la ley y los procedimientos), y la innata improbidad.
El litigar se ha convertido en un ejercicio de hablar sin haber pensado y, a sabiendas, es decir, en su fuero interno el abogado se da cuenta que su fundamentación es falsa y no tiene la razón, debe parecer, sin embargo, como si fuese lo contrario. El interés por la verdad que debía constituirse en el único motivo de formular una fundamentación o alegación, se inclina ahora del todo al interés de la vanidad que establece una máxima de ejercicio rutinario: lo verdadero debe parecer falso y lo falso verdadero.
Sin embargo, esa improbidad misma, el empeño tozudo e irracional por interés económico de mantener una tesis de fundamentación incluso cuando se reconoce que es falsa, no sólo en apariencia, todavía tiene una excusa. Con frecuencia al iniciar el debate el abogado está firmemente convencido de la verdad de su propia tesis, pero ahora surge el contraargumento del abogado adversario que la refuta, dando el caso por perdido.
Se suele más tarde reflexionar que, a pesar de todo se tenía la razón; la prueba era falsa pero podía haber habido una adecuada para defender la inicial fundamentación: el argumento, afirmación o alegación con pruebas no se le ocurrió al abogado a tiempo.
De ahí que le surja la máxima de luchar contra el razonamiento del adversario incluso cuando parece correcto y definitivo, pues precisamente se cree que la propia corrección y asidero de las pruebas del adversario no es más que ilusorio y que en el desarrollo del debate se le ocurrirá otro argumento con el cual pueda oponerse al adversario o ingenuamente alguna otra manera de probar la verdad.
Por esa actitud errática de exigua profesionalidad, de ausencia de ética y moral es que el abogado se ve obligado a actuar con improbidad en la audiencia, o cuando menos inclinado fácilmente a esa actitud, de esta forma se amparan mutuamente la debilidad de entendimiento y la versatilidad de la voluntad.
Lo expresado ocasiona, casi por excepción, ya que existen correctos abogados, que quién debate no luche por el amor a la verdad, aunque salga perdidoso, sino por su obstinada tesis y utilizó la voz latina por nefas(obstinación) que se entiende como sostener obstinadamente lo que es contrario a las leyes, lo que no está permitido, puesto que por el desarrollo del presente artículo, el abogado que no está formado con estoica disciplina y estudio incesante no puede hacerlo de otro modo.
Por: Raúl Pino - Ichazo Terrazas