A lo largo de la bicentenaria historia de Bolivia, las ch’ampaguerras han sido una constante. Se entiende por ch’ampa guerra a las pugnas, con mayor o menor contenido de violencia, desatadas por dos líderes que pretendían —o pretenden— el control de un determinado espacio social, político, económico, empresarial, club deportivo o de cualquier otra naturaleza.
Los bolivianos hemos sido testigos de una ch’ampaguerra que amagó con incendiar al menos las ciudades de La Paz y El Alto, pero todo quedó como los desafíos de dos grupos de similar fortaleza que se temen y respetan, pero no se soportan. Saben que, si llegaran a un enfrentamiento franco y abierto, las consecuencias podrían ser gravísimas, primero para ellos mismos, y luego para todos aquellos que tengan la desgracia de estar cerca, es decir, en el lugar inadecuado y en el momento inapropiado.
Lo ocurrido el lunes en La Paz fue una demostración de fuerza inútil e innecesaria. Un sector movilizó a miles de personas, no muchas más, pero fue un formidable ejercicio de capacidad de convocatoria.
Otro sector se parapetó en la plaza Murillo en actitud defensiva. También concentró a una multitud, pero cuando se hizo evidente que no habría enfrentamientos ni graves problemas, sus integrantes comenzaron a beber y dejaron el principal espacio público de la ciudad lleno de basura y malos olores. Ayer, por la mañana, funcionarios de aseo urbano se encargaron de limpiar la plaza, sus calles y jardineras —una tarea ardua en ese momento—, mientras un reducido grupo de renovadores permanecía en ese espacio urbano, al que pocos podían acceder debido a la estricta vigilancia policial.
Debemos felicitarnos todos pues, para usar una horrible frase común, la sangre no llegó al río. Sin embargo, es necesario reflexionar sobre los pasos que podrían haberse tomado para evitar la tensión, la alarma y el temor que inundaron las ciudades de La Paz y El Alto durante varias horas.
Es fundamental que, ante la violencia irracional, prime el diálogo y el intercambio de ideas. No en vano se dice —otro detestable lugar común— que las personas solo se entienden si dialogan. ¿Cuántas ch’ampaguerras se habrían evitado con tan solo hablar?