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  • ÁNGELA CARRASCO

22/9/2025.- El cine boliviano volvió a estremecer al público la noche del viernes con una historia que mezcla música, decadencia y afecto. El último blues del croata llegó a las principales salas de cine del país con un estreno cargado de emociones, memorias y música.

La noche del pasado viernes, la sala del Multicine se colmó de cineastas, músicos, amigos del verdadero Drago Dogan —a quien la película rinde homenaje de manera libre—, y un público que parecía llegar más por afecto que por protocolo. Desde la antesala se percibía el tono de lo que vendría, una película hecha con lo que se tiene, pero, sobre todo, con lo que se siente.

“Una película hecha casi al 100 por ciento con talento nacional”, recalcó Alejandro Suárez Castro, director de la cinta, en su presentación breve y sentida. Se notaba en su voz la tensión acumulada por los años de gestación, búsqueda de fondos, y la presión de hacer cine en un país donde —como él mismo dijo— sobran historias, pero escasean condiciones para contarlas.

BLUES, MUERTE Y DIGNIDAD

La historia no es exactamente la de Drago Dogan, el mítico blusero croata que tocaba en boliches cruceños como Clapton, pero se inspira en su trágico final. La película retrata a Drazen, un músico venido a menos, cuya muerte en la más absoluta soledad obliga a dos viejos amigos a movilizar cielo y tierra para evitar que su cuerpo sea depositado en una fosa común.

Lo que sigue es una carrera contrarreloj entre trámites, burocracia, recuerdos, deudas emocionales y polvo de ceniza. En ese trayecto, la película encuentra un tono extraño pero funcional: combina humor negro, ternura, decadencia y música, mucha música. Hay una escena, entre tantas memorables, donde el absurdo de una morgue choca con la nostalgia de una armónica. Ésa es toda la película: un homenaje desordenado y profundamente humano. Pedro Grossman (Willy) y Mariana Bredow (Perla) sostienen el relato con actuaciones honestas, sin exageraciones. Bredow, además, regala una interpretación musical que no sólo enmarca emocionalmente la película, sino que también resuena como una despedida íntima.

 LA VOZ DEL DIRECTOR Y LOS FANTASMAS

Después de los aplausos, llegó el conversatorio. Suárez Castro tomó la palabra y confesó que la idea nació en 2019, al enterarse de la muerte de Dogan. Lo conocía lo suficiente como para notar que su final resumía algo más grande: “cómo llevamos la vida, cómo terminamos, qué significa envejecer, y qué significan los amigos a esa altura”.

La película, explicó, no es un documental ni una biografía. Es una ficción transformada por la necesidad de narrar algo urgente, algo que todavía duele.

Uno de los momentos más conmovedores de la charla llegó cuando Mariana Bredow habló del rodaje como una experiencia “cargada de muerte simbólica”, como si un fantasma —el del croata o el de todos los músicos olvidados— acompañara cada toma. Su voz, aún emocionada, dejó en el aire esa sensación de algo no resuelto, como un blues mal tocado que pide una última nota.

CINE CONTRA EL OLVIDO

El último blues del croata no pretende moralizar ni embellecer el fracaso. Más bien lo observa, lo acepta y, en cierto modo, lo celebra. Es una historia de perdedores entrañables, de amigos que se reencuentran en la tragedia, de una ciudad que respira precariedad y afecto en igual medida.
En medio de la noche paceña, entre los murmullos del público al salir de la sala, alguien dijo: “Ese croata se parece a varios que conozco”. Y tenía razón. Porque más allá del homenaje, la película también es un espejo. Un recordatorio de que hay historias que se perderán si nadie se atreve a contarlas.

Anoche, en La Paz, el croata tuvo su despedida. Con música, con risa amarga y con una película que probablemente no se olvide fácilmente. Porque al final, como dice uno de los personajes, “lo único que queda es la amistad, la música y la memoria”.
Y con eso, el cine boliviano da pelea.