En diciembre, en casi todas partes del mundo, las personas se desplazan de uno a otro lado con el objetivo de retornar al hogar infantil, de reencontrarse con la familia, de participar en la reunión navideña. Como aseguraba mi hija: “no hay mejor hotel que el hotel mamá”.
El hogar, ese fuego de chimenea o de emociones, es todavía un refugio para la memoria, para la caricia, para contar con un frente interno protector. A pesar de las muchas maldades y crímenes que pueden acontecer bajo un mismo techo, el hogar es una reserva de amor fraterno. Es una potencial fuente de alegría y felicidad.
En estos tiempos es una de las cualidades humanas que deberíamos defender, sobre todo las mujeres, las madres. Una de las delicias de releer la Odisea del milenario poeta Homero es encontrar cómo el sentimiento de pertenencia a una casa es la fuerza que motiva el viaje del guerrero, el tejido interminable de la esposa, la seguridad del hijo, la envidia de los pretendientes y la complicidad de los dioses, las nereidas y las sirenas.
Al final, el amor de Penélope se impone a la sensualidad de Calipso o a los hechizos de Circe. La Odisea, igual que el Nuevo Testamento con las diversas Marías/Mariam, retrata los arquetipos de las mujeres; arquetipos que en estas últimas décadas se intentó simplificar a una uniforme “víctima”.
Ese fundamentalismo, desvalorizando a la mujer madre, a la familia tradicional, ha provocado resultados perversos. En los últimos años, por dar uno de muchos ejemplos, escuchamos presiones mediáticas para cambiar el argumento de la ópera “Carmen”, la gitana que protagoniza un triángulo pasional.
En cambio, las letras del reguetón son coreadas colectivamente. Karol G y Malumba se atreven a festejar a una adolescente por sus nalgas y otros atributos físicos. Ante el escándalo cambiaron la edad, de 14 a 18, pero no el contenido que se repite en tantos éxitos mundiales, que incluyen el cóctel de sexo, drogas, belleza física, ardores incontenibles.
El mercado las paga con generosidad, sin detenerse en considerar a tantas chicas sin hogar, explotadas sexualmente. Los estereotipos que se alientan son los de la sexualización, no importa si atañe a menores, el dinero fácil de la narcocultura, las mujeres teñidas, operadas, mercancía, con suficientes tetas para ganar el paraíso. Penélope que espera al marido, que lo ama y que cuida su hogar no cabe en el rating de las plataformas mundiales. Paradojas permanentes.
Se censura la poesía erótica de escritores clásicos, pero se alienta a la figura femenina como el género que debe tener cuerpo perfecto, uñas arregladas, zapatos de moda. A ello se pega la imagen de la ejecutiva, de la líder. Kamala Harris hizo del “derecho al aborto” la consigna más fuerte de su campaña, sin considerar que muchas personas, muchas mujeres, lo condenan.
Más allá de las posturas ideológicas o religiosas, la gente percibe que el discurso de las abortistas (también en Argentina y en España) encierra un peligro mayor: el rechazo a los roles de la mujer dentro de la construcción de una familia, de un hogar permanente, de una cultura que se cimentó en esa unidad básica. Acaba un año donde se acumulan estudios que cuentan de las secuelas que los abortos voluntarios o espontáneos dejan en las mujeres, en ese útero diseñado por la Divinidad para dar vida.
Las estadísticas muestran que esos cuentos que les leen sus mayores a los escolares antes de dormir los preparan mucho mejor para el aprendizaje futuro. Hay historias personales, además de biografías de mujeres famosas, que retratan el arrepentimiento de las madres que —sumidas en el camino del “éxito” externo— tarde se dan cuenta de no haber dado suficiente tiempo a sus hijos, a su hogar.
Me consuela escuchar a otros artistas, como Joan Manuel Serrat al agradecer el nuevo premio a su trayectoria, que no se prestó a la ridícula moda del saludo a “todos y todas” y demás deformaciones del lenguaje. Recordó a su madre, a las canciones de cuna y dedicó sus palabras a su señora, esa Penélope discreta que lo acompañó toda la vida fuera de los focos mediáticos y de las páginas rosas con la que cimentó su hogar. Una vez más leo otra entrevista a Irene Vallejo, cuyo libro acaba de ser elegido el mejor escrito en lengua española en el siglo XXI.
Habla junto a su esposo que está siempre con ella. Reitera que El Infinito en un Junco, el libro que cuanta la historia del libro, fue redactado como una terapia mientras cuidaba en el hospital a su pequeño afectado por un mal congénito.
Quizá es el momento de volver al equilibrio, de reconocer que la biología escogió a la mujer, a la hembra, para albergar la vida y con ella la esperanza, el futuro, y a la vez comprender lo mucho que la mujer puede aportar al conocimiento, a la sabiduría. Edificar un hogar requiere de todos los miembros de la familia, así sea tan pequeña como tres o tan grande como una tribu. Que siempre sea posible retornar a esa calidez. Vivir el pan nuestro de cada día en ese espacio. Aún es tiempo para defenderlo, para preservarlo.