21/1/2025.- Hace un tiempo escuché a un colega escritor acuñar el término “urbandino” para referirse a aquel habitante de la ciudad de La Paz doblemente influenciado por esta maquinaria del tiempo que vive entre el pasado y el futuro, bajo la circunstancia de su urbanidad. De hecho, el colega tenía una breve teoría de lo urbandino que aplicaba por igual a sus creaciones de personajes literarios o en sus aproximaciones a la coyuntura política local.

En el último tiempo, por su parte, los intelectuales aymaras han puesto en vigencia otro concepto, el de “ayllu urbano”, que invierte esta reciprocidad de términos, refiriéndose a una sociedad determinada por su territorio ancestral (Chuquiyawu Marka) que le exige reinventar su ciudadanía moderna en un hábitat influenciado por sus orígenes aymaras.

Más allá del oxímoron de un concepto que parece ligar términos contrapuestos, los paceños –y por asociación los alteños, por extensión los bolivianos– han hecho de esta paradoja su modus vivendi respecto a un Estado que a veces parece estar en las antípodas de este “rito de paso”.

 He ahí la pregunta disfrazada de autocrítica: ¿se ha indigenizado al boliviano convirtiéndolo en un urbandino novelesco o se ha estatizado lo indígena para proveer teorías a los cientistas sociales y/o políticos?

Repito, este debate no es nuevo, pero viene rondando con más fuerza en el último tiempo, quizás en el afán de responder la pregunta a estas alturas capciosa: ¿Urbe andina o ayllu urbano? Algunos se irán por la tangente del mestizaje o por el comodín de lo cholo, lo cierto es que los, paceños se ha nutrido de ambas esferas para canjearlas según la necesidad y sus expectativas, en favor de prácticas cotidianas que resuelven su día a día desde su urbandinidad y regeneran tácitamente el mentado ayllu urbano.

Podríamos enumerar cientos de ejemplos de esta suerte de ayllu urbano puesto en vigencia por los urbandinos (neo-anarquistas, además) en lo económico, lo social, lo religioso, lo político y lo festivo, sin que medien las formas oficiales de la autoridad o el poder. 

Sin ir lejos, lo vemos en los pasanakus que se practican lo mismo entre los miembros de una familia que entre oficinistas de la banca privada; en las ferias de trueque donde se intercambian productos de la tierra lo mismo que útiles escolares o tecnología; en la cosa pública que permite ejercer de autoridad –por turnos– a todos los miembros ya sea de una comunidad o de una junta vecinal de barrio; en lo religioso-espiritual a través de tradiciones que pasan de una misa católica al ritual de la k’oa, traslapando así la fe a la fiesta, y a la inversa; y precisamente también en las pomposas fiestas que en el fondo son resultado del ayni a favor de un matrimonio occidental lo mismo que de una rutucha ancestral.

En suma, los paceños somos un producto de distintos tiempos y espacios: no solo por aquel calendario paralelo que sacamos del bolsillo cada 21 de junio o por aquel reloj que gira sus manillas en el sentido contrario en pleno Kilómetro 0 de la sede de gobierno, anunciando un retorno más que un ciclo, o quizás un necesario retorno cíclico a nuestras raíces que son nuestros propios pies que indefectiblemente caminan hacia el futuro.

La Alasita que se avecina es una muestra más de cómo hemos apropiado nuestra historia más dramática a manera de herencia o legado de nuestro porvenir.

 El cerco de de Tupac Katari de 1781 dio lugar a una forma de sobrevivencia a partir de los frutos de esta tierra materializada en el plato paceño (choclo, haba, papa, queso, sin carne), el más urbandino de los platos que en su momento salvó de la hambruna a la población de la hoyada (es decir españoles, criollos e indios) y que hoy en día se vende cada 24 de enero con la misma gracia en La Ceja de El Alto que en la 21 de San Miguel, más allá del simple sincretismo. 

O el Ekeko, el dios de la abundancia que resignifica nuestro apego a las deidades mediante esta illa de lo material que, demás está decirlo, simboliza el brutal y válido capitalismo (ergo, consumismo) de nuestra sociedad, cuya idiosincrasia se nutre a la par de la sana creencia en el bienestar personal y de la real multiplicación de sus bienes ante la inminente crisis. ¡Oh linda La Paz!, valga la deferencia.