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Mientras Sigfrido Parvedad hacía la fila para la gasolina, tuvo una revelación, fue una situación inusual, extraña y ajena a toda razón. Él no era un hombre religioso, es más, pensaba que las religiones provocaban más daño que beneficio, y lo sostenía amparado en una historia interminable en la que él sabía que el Dios del uno era el mismo del otro, pero que como eran creaciones humanas y no al revés, reproducían los mismos males de una humanidad que era una simple y llana porquería.
Sin embargo, en aquel letargo de esperar a que la fila avance, de prender y apagar el coche para evitar gastar el ansiado combustible, de sostener la vana confianza que le decía que esa tarea no era en vano y que el inflamable que él buscaba sería suficiente para su hambriento coche, vio algo increíble, insostenible y paradójico: un ángel.
No era, sin embargo, aquella la figura que él esperaba. Lo que él veía era totalmente ajeno al hombre ario con alas blancas cuya testa iba iluminada por una luz celestial, porque lo que Sigfrido Parvedad presenciaba era una visión más cercana a lo dicho por Ezequiel en sus relatos bíblicos, ya que ante él se exponía un ser hecho de ruedas de oro, las que -entrelazadas- mostraban en su exterior una multiplicidad de ojos. Años después, en alguna charla de familia, se enteraría que estos seres eran llamados ofanim, y que eran los ángeles más cercanos a Dios y que eran, incluso, las ruedas del carro celestial del Señor.
Aquella criatura extraña y compleja, atravesó el fuselaje de su coche y se acomodó a escasos centímetros de él, y con un tono mezcla de divinidad y oración, le dijo:
–El país no está en crisis. Tal afirmación, contrastaba en los hechos con la falta de gasolina, la escasez de dólares, los anuncios de bloqueos, las estafas en línea, las peleas por límites, las demandas pidiendo incremento de pasajes, la parcialidad judicial, los numerosos feminicidios y la incompetencia política.
Más movido por los bocinazos de la fila que por la deslumbrante visión, Sigfrido Parvedad se espantó de los ruidos y sacudió la cabeza asustado. Ante él, aquella criatura de ilusión se desvaneció sin dejar rastro.
El maduro y experimentado taxista encendió su coche y se acercó al puesto de distribución del carburante.
–Quién lo hubiese creído –se dijo a sí mismo–, los ángeles son oficialistas y tal cual la gente del gobierno, viven en las nubes.
No hubo dicho esto, cuando el personal de la gasolinera empezó a avisar que la gasolina se había terminado. Faltaba sólo un coche para que sea el turno de Sigfrido Parvedad.
Por: Ronnie Piérola