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La semana pasada, en este espacio, vinculé las críticas al video de Ch’ila Jatun y la “tiktoker” Layme con el racismo y provoqué una andanada de mensajes airados en mis redes. Esas reacciones confirmaron mi teoría de que Bolivia es un país racista.
Y no se trata simplemente de señalar con el dedo, sino también de reconocer que, si no lo somos, todos fuimos racistas alguna vez. ¿Cuántos no usamos los adjetivos quechuas “lloqalla” e “imilla” de manera peyorativa por lo menos en alguna ocasión? O bien… ¿cuántos nos incomodamos por la proximidad de personas con pieles de tonos distintos a la nuestra?
El racismo es el resultado de la destrucción de nuestras culturas nativas que el imperio español impuso primero de manera directa, mediante la cruz y la espada, y luego de manera más disimulada, pero sostenida. El resultado fue que, primero, desapareció la nobleza indiana y, después, se convirtió a la condición de “no-español” en algo vergonzoso o degradante.
La Bolivia que nació hace casi dos siglos fue racista, puesto que no incluyó a ningún indio en su asamblea fundacional, y tampoco lo hizo en los años siguientes. Cuando los cambios sociales, y la legislación, obligaron a hacerlo, los indios habían desaparecido y, en su lugar, quedamos los mestizos, esos que somos la gran mayoría de este país.
La condición de indio se asoció al color de la piel, condición social, origen y vestimenta, y solo se vio con peores ojos al cholo, o mestizo, por considerar que era una mezcla de razas. Para todos quienes despreciaron las polleras durante siglos debió ser muy duro saber que estas tienen origen español.
En un país racista, tener la piel oscura es una desventaja. Le pasa a Albertina Sacaca, cuyo éxito en las redes sería celebrado si sería “blancona” o provendría por lo menos de la denominada clase media. En el caso de Layme, lo que disgusta a la mayoría de sus críticos son sus polleras y su mala dicción del español, que denota su origen humilde. Pero el racismo no se limita a este tipo de situaciones de rechazo, sino que se ha convertido en un factor decisivo incluso en la política y el mayor ejemplo de eso es el expresidente Evo Morales.
Evo es tan mestizo como yo o los miles de andinos que poblamos este país, pero él se ha declarado indio para una victimización que ha sabido manipular hasta el punto de ser elegido presidente. En su retórica, si se le ataca o pone obstáculos es porque es indio. Usa, entonces, el racismo a la inversa con fines personalistas.
Por tanto, el racismo no es un tema que hay que tomar a la ligera. Merece no solo debates, sino estudios en profundidad porque, como se ha visto, ha sido capaz de influir en el curso de nuestra historia.
El racismo es un mal endémico de los bolivianos, pero, para afrontarlo, lo primero que tenemos que hacer es admitir su existencia y, a partir de ahí, la cosa se hace difícil, porque los que lo niegan son una gran mayoría.
Por: Juan José Toro