El Concejo Municipal de Cochabamba ha sorprendido con la aprobación de la Ley Municipal Nº 1575 de incremento tarifario en un tiempo récord de tan solo 12 días hábiles, contraviniendo los procedimientos establecidos que requieren informes de comisiones cuya duración mínima suele ser de 15 días hábiles, entre otras formalidades ineludibles. 

Esta notable celeridad, fuera de lo común, beneficia de manera directa a los sindicatos de transportistas.

Este hecho genera cuestionamientos sobre la transparencia y la imparcialidad del proceso, ya que se ha omitido el tiempo necesario para un análisis riguroso y una deliberación adecuada, mucho más “increíble” si ni siquiera se publicó el estudio tarifario que supuestamente fue la base para la discusión en el Concejo.

La Ley Municipal Nº 1575 perjudica notablemente a los ciudadanos de estratos sociales mayoritarios y más vulnerables, quienes dependen del transporte público como medio esencial en su día a día. Este tipo de medidas, que benefician a sectores políticamente afines al alcalde, evidencian una clara falta de equidad en la gestión municipal. 

Las leyes que favorecen a estos grupos se aprueban con sorprendente rapidez, mientras que aquellas que podrían mejorar las condiciones de vida de la población general enfrentan prolongadas demoras, incluso años, en su tratamiento. Tal disparidad pone en tela de juicio el compromiso de las autoridades con el bienestar colectivo.

Un aspecto llamativo de la ley aprobada es la inclusión de una declaración ambigua que delega al Ejecutivo municipal la responsabilidad de reglamentar cómo se garantizarán la seguridad, la calidad y las condiciones del servicio de transporte. Sin embargo, esta disposición parece carecer de sustancia práctica, ya que los problemas históricos de maltrato a los usuarios y la falta de comodidad en los trufis y colectivos han persistido sin cambios significativos.

 La ausencia de mecanismos claros y efectivos en la reglamentación sugiere que esta medida podría convertirse en una promesa vacía, destinada más a justificar el aumento tarifario que a resolver las deficiencias que afectan a los usuarios.

Otro asunto perpetuo es la inoperancia edil en la aplicación de sanciones frente al incumplimiento de la normativa sobre transporte público. Históricamente, la Dirección de Gestión de Movilidad Urbana y su Departamento de Transporte Público han demostrado una falta de rigor en el control de las condiciones del servicio, lo que ha permitido la persistencia de irregularidades y deficiencias en perjuicio de los usuarios. 

Sin un compromiso real y efectivo por parte de las autoridades para fiscalizar y hacer cumplir las reglas, cualquier intento de mejorar la calidad del transporte se ve debilitado.

La seguridad es prácticamente inexistente en los medios de transporte público, lo que representa un riesgo constante para los usuarios. En muchos casos, los buses, minibuses y autos han sido reacondicionados de manera improvisada para transportar más pasajeros de los que permite su diseño original: hasta ocho en lugar de cinco en el caso de los llamados “taxi-trufis”, por ejemplo, lo que compromete tanto la comodidad como la integridad de los ocupantes.

A esto se suma la falta de higiene, una problemática generalizada que afecta a todos los niveles del sistema, exponiendo a los pasajeros a condiciones insalubres en su trayecto diario. 

Estas deficiencias reflejan una alarmante desatención hacia patrones básicos de calidad y seguridad, consolidando un modelo de transporte público que, en el peor, de los casos podría imponer una multa de Bs. 50 al conductor de un trufi mugriento. Inaudito.

La reglamentación de sanciones en el transporte público es notoriamente obsoleta, ya que fue aprobada en 1998 y no ha sido actualizada para responder a las realidades actuales. Como resultado, las multas y sanciones han perdido su carácter ejemplarizador, convirtiéndose en meros formalismos que no generan un impacto real en el cumplimiento de las normativas.

Un ejemplo de esta ineficacia es la multa de Bs. 300 establecida para los vehículos que circulan sin placas o con placas falsificadas, una penalidad irrisoria frente a la gravedad del problema. Se estima que el 80% de estos vehículos no solo carecen de placas, sino que tampoco cumplen con el pago de impuestos a la propiedad, lo que evidencia una alarmante falta de control y un sistema regulatorio incapaz de imponer orden en un sector importante para la movilidad urbana. Los ciudadanos están librados a su propia suerte. Sálvese quien pueda.