Estaba yo tranquilamente buscando marraquetas en la tienda de mi barrio, con una lupa porque las que llegan ahora son más difíciles de encontrar que la conciencia de un abogado evista, cuándo un vecino se me quedó mirando fijamente durante largo rato. La verdad es que soy feo, por eso cuando se me quedan mirando es porque les debo plata o porque los aplacé en la U, así que comencé yo a mirarlo también.

El parroquiano era alto, flaco, de ojos claros, hombros caídos y nariz puntiaguda, y por la pura intuición, se me ocurrió poner mi mano extendida adelante y mirarlo guiñando un ojo, como si le pusiera un barbijo imaginario. De esa manera lo reconocí: no sabía su nombre, pero hace cinco años creo que alguien lo llamó “Sergio”.

“Sergio” formó parte de la resistencia que hicimos los vecinos de la Zona Sur, aquella noche endemoniada justo después de la renuncia del tirano innombrable. Los grupos de WhatsApp con los cuales nos habíamos comunicado durante los 21 días de paro ciudadano, convocaron de inmediato a resistir a grupos que amenazaron con saquear comercios y locales cercanos a nuestras casas. 

En ese momento, lo que yo pensaba era que esas amenazas que habíamos escuchado durante todos esos días de “guerra civil” eran falsas alarmas y paparruchas, pero esta vez parecían estarse concretando. Una consigna gritada que uno ve en los medios es una cosa, pero sentir que nos estamos enfrentando entre bolivianos es otra, muy distinta y muy triste.

Estábamos cubiertos de pies a cabeza, porque además, había comenzado a llover. Varios llevaban casco de constructor y absolutamente todos teníamos puestos unos barbijos, casi como si anticipáramos la desgracia que meses después iba a llegar, producto de una sopa de murciélago que algún idiota en Wuhan, China se estaba tomando en ese momento.

Formados como en el cuartel, los que no teníamos casco en la retaguardia, fuimos caminando hasta la calle 25 de Cota Cota. La escena ahí era irreal, parecía sacada de una película de guerra: se veía escombros por todo lado, los restos de una valla publicitaria que los manifestantes habían hecho caer ardían en una gran fogata, mientras la lluvia, que se iba incrementando, la iba apagando. En la calle todo eran escombros y basura. 

Nos fijamos en los comercios de la zona, estaban absolutamente destruidos, saqueados, las vitrinas y escaparates hechas ceniza. Meses después, yo me enteraría que la orden dada por los “altos mandos” de estos agresores era ser particularmente violento con las marcas que se identificaban con el oriente boliviano. 

Mientras tanto, a través de los mencionados grupos de WhatsApp, nos llegaban las tristes imágenes de la quema de los 66 PumaKataris.

En ese momento vimos a quienes habían producido la destrucción. “¡Ahora sí, guerra civil!”, gritaban, mientras nos arrojaban palos y piedras. Habían pocos policías junto a nosotros, ellos nos decían que por favor no nos hagamos a los héroes, que nos mantuviésemos a la retaguardia, que hace meses que ellos no tenían balas y solamente podían lanzar gases lacrimógenos. Para el efecto, yo ya había comprado dos botellitas de vinagre, que mejor que usarlas para una ensalada, iban a servir para calmar los efectos de los gases que, después de ser lanzados por la policía, los manifestantes nos devolvían.

 Eventualmente, el grupo donde “Sergio” y yo estábamos se quedó en la 28, fotografiando la destrucción provocada en una cadena de farmacias, mientras nos enterábamos vía Twitter que, muy cerca de nosotros, habían quemado las casas de Waldo Albarracín Y Casimira Lema. Y la noche solo estaba comenzando.

Todos esos recuerdos volvieron a mí estos días y justo cuando reconocí a este amigo con el que, inopinadamente, luchamos juntos por la democracia. Es increíble pensar que cinco años después todavía no nos podemos librar de este oscuro personaje que nos perjudica a capricho, no permitiéndonos circular, ni trabajar libremente por su angurria de poder. Lo que nunca perdemos es la fe en este país en el que nadie se rinde y nadie se cansa.