Estaba yo tranquilamente celebrando la victoria de nuestra selección en Santiago, cuando mis ojos comenzaron a llenarse de lágrimas. Al principio, pensé que era porque después de 31 años, 67 partidos y más directores técnicos que los ex de mi ex, una victoria de visitante de Bolivia me emocionaba profundamente. En ese momento recordé que yo era de los que siempre creía en la Verde, y que después de verlos llegar al Mundial del ’94, les había perdido a nuestros changos la paciencia varias veces, pero nunca la fe. Así que no, no lloraba por eso.
Comencé a sentir que mi nariz me picaba. Recordé la canción de los Hombres G y los polvos pica-pica, pero yo no tenía ningún Ford Fiesta blanco, ni un jersey amarillo, y la verdad, tampoco fui un niño pijo. Y comencé a toser sin parar. Qué raro, pensé, hace 20 años que dejé de fumar, y cuando lo hacía, ni siquiera es que le ponía tanto empeño. En ese momento, abrí la cortina y… oh sorpresa, no vi nada. Extraño, me dije, si desde mi ventana tengo una vista privilegiada de la ciudad. Algo cubierta por cables —después de todo, eso es vivir en La Paz—pero buena vista al fin. Entonces, salí de mi negación y caí plenamente en cuenta de que estaba, mejor dicho, estábamos, o peor aún, estamos, viviendo un auténtico desastre nacional ambiental, cubiertos de humo y rodeados de vendedores de humo.
Fui al antiguo espacio covid de mi hogar, donde un dispensador de alcohol en gel ya parecía estarse petrificando, y tomé un barbijo que tenía apartado desde la última vez que me fui a vacunar. Salí a la calle y pude comprobar, con tristeza, que mucha gente circulaba, al igual que yo, con tristeza. El humo no dejaba ver el cerro del frente, en la ciudad en la que los cerros del frente son la manera más fácil de orientarse. Las antenas de El Alto, ese punto de referencia de la ladera oeste que todos desde la hoyada buscamos de vez en cuando, eran más difíciles de encontrar que un diplomático de carrera en una embajada de Bolivia. La coloración del cielo se sentía como cuando Hollywood hace una película y quiere denotar que estás en México o mucho más al sur, con un sepia incomprensible para quienes vivimos en países tan llenos de color y de contrastes. Es como imaginar ese filtro, pero gigante, de tope a tope en el cielo, y aplicado no por un director de cine, sino por una mano gigante e invisible, aunque todos sabemos que no es una sino varias manos, negras y sucias de contar billetes.
Volviendo a casa, abrí mi correo y recibí la notificación de que, desde esta semana y hasta nuevo aviso, las clases volvían a la modalidad virtual. Es decir, otra vez y como durante la pandemia, volvemos a usar un PowerPoint en lugar de una pizarra, tomando asistencia como en una sesión espiritista, con un “¿Luciana, estás ahí? ¡Manifiéstate!” para escuchar, segundos después, un grito ahogado de “¡Sí profe, es que están mal mis audífonos!”. Otra vez pedimos que enciendan su cámara a los pobres alumnos que están apoyados en su almohada y son “voluntariamente” llamados a participar, haciendo que “Teléfono de Juan José” cobre vida y nos deje ver ya no solo su nombre, su avatar, o su foto de carnet, sino su peinado hecho a las volandas.
El humo, manifestando su voluntad democrática, nos llega a todos. Nuestras manos se secan como el Salar de Uyuni en junio, nuestras gargantas se cierran como nuestras fronteras a la inversión extranjera y nuestros ojos arden como cada vez que vemos que alguien escribe “haiga”.
Varios aeropuertos del país ya están cerrados, y en los que permanecen abiertos, BoA sigue saliendo tarde.
Es humo, claro, pero en realidad, es piel de animales muertos. Es humo, pero son hojas de tajibo que debería estarse luciendo en flor. Es fauna y flora de uno de los 15 países con mayor biodiversidad a nivel mundial, ahora vuelta ceniza que se quedará en el aire para que se amplíe la frontera agrícola. Era selva, es humo y mañana serán tierras que se canjearán por votos para quienes se las queden.
Así que, en pocas palabras, no tenemos diésel, no tenemos dólares y ahora tampoco tenemos aire para respirar. Pero bueno, tranquilos, estamos saliendo adelante… aunque adelante solo hay más humo.
Nunca hubo otra cosa.