Estaba yo tranquilamente llenando mi álbum de figuritas para la Copa América, cuando mi esposa me dio esa mirada que todas las maridas dan para decir “por qué caranchos estos nunca crecen”, confiando en la misia capacidad decodificadora del género masculino.

–Estoy invitando a cenar a los primos y necesito que vayas de compras.

–Bueno, me alisto y voy, dije, mientras terminaba de pegar en el álbum a Arturo “cabeza de salteña” Vidal. Cuando vi la receta, abrí mis ojos grandes como mares de gas no encontrados.

–¿TOMATADA? Pero mi vida, ¿Cómo quieres hacer tomatada de pollo? ¡Acabamos de pagar el auto! ¡Y nos tuvimos que prestar para pagar la deuda que nos hicimos al prestarnos para pagar la deuda que nos hicimos al prestarnos para pagar la deuda del auto!

–No puedo cambiar la receta, es la que toca. Igual a tu prima el año pasado le tocó hacer picana en pleno julio. Para mandarse la parte, hasta armó un nacimiento y se consiguió panetón.

–¡Pero ahora vas al Hiper y consigues panetón todo el año! Y en serio, ¿quién sortea su rol de recetas? ¿La Federación Boliviana de Fútbol?

–De hecho ya no consigues, se ha cerrado La Francesa –me dijo, con cierto dejo triste en su voz. Ahora, no me discutas y andá a comprar.

Justo cuando iba a preguntarle con qué plata, depositó un generoso monto de dinero en mi mano. Pude ver que le faltaba su anillo de matrimonio. –¡Andá de una vez! –me apuró, antes de que le pueda reclamar nada.

Consternado, llegué a la verdulería “El Broco Lee”, adornada por un letrero con un arbolito en buzo amarillo y pose de karateca. Mi caserita Vicky me atendió. –¡Caserito cómo estás! –me saludó sonriente.

–Buenas case. Quisiera 3 cebollas, una cabeza de ajo, 2 bolis de perejil, 2 libras de tomate…

No había llegado a pedirle las hojas de laurel, cuando su rostro cambió. Me miró muy seriamente, como chofer cuando le das billete de 20. Se fijó que nadie nos viera y me hizo pasar a su tienda, llevándome a su traspatio. Habían cajas y más cajas de madera. Dos jóvenes las llevaban de un lado a otro, me miraron y siguieron trabajando. Al centro había un perrito que se me quedó mirando fijamente.

–Tranquilo, no hace nada.

–¿Cómo se llama?

–Tilín.

–¿Por qué?

–Porque ya te dije, no hace nada. Entrá nomás.

–¿Qué hacen todas estas cajas ahí? –Pregunté.

–Están llenas de tomate y las estamos ocultando, son parte de un plan maléfico para hacer subir su precio y así hacer quedar mal al gobierno.

Me quedé mirándola un rato. Ella me miró y me dio un cocacho.

–¡Están vacías pues joven! ¿Con qué las voy a llenar, si no hay tomate?

–¿Entonces para qué me has traído aquí?

–Porque es más fresquito y tenía que buscar mi chuspita con cambio. ¡Aquí está! Mirá, la cosa es así: tomate, te puedo conseguir dos libras. Eso sí, necesito una boleta de garantía.

–¡Cómo vas a pedir una boleta de garantía para dos libras de tomate!

¬–¿Ves esa vagoneta en el garaje? Es de tu vecina la ingeniera, el otro día quiso hacer pizza casera y me lo dejó en prenda, junto con una medalla rara que se ha conseguido en la zona 12 de Octubre de El Alto y un autógrafo de Xico Da Costa.

–Pero vos no eres hincha del Bolívar…

¬–No, pero se lo voy a vender a los Claurelovers del Twitter –me respondió. Entonces, ¿qué me vas a dejar en garantía?

Solo puedo decir que la cena fue un éxito. La tomatada estuvo deliciosa. Antes de cocinar los tomates nos hicimos varios selfies con los mismos, y los posteamos en Insta dicendo “YOLO”, “Para lo que uno trabaja” y “de vez en cuando hay que darse un gustito”. Eso sí, las preguntas de los primos sobre por qué ninguno de los dos llevábamos puestos nuestros anillos, las dejamos como reclamos de la oposición: sin responder.

Por:  Martín Díaz Meave