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Tras el primer torneo en Buenos Aires y el segundo, al año siguiente, en Montevideo –ambos ganados por Uruguay–, era el turno de Río de Janeiro para ser anfitrión.
Una epidemia de gripe postergó el encuentro en 1918, que finalmente se jugó en 1919. La terrible enfermedad obligó a un país que ya estaba enamorado del fútbol a esperar con paciencia y entusiasmo el evento.
El tercer torneo rompió la hegemonía de Uruguay, que había ganado las primeras ediciones, en una época dorada del fútbol charrúa que terminó con la obtención del Mundial de 1930. Pero en 1919, Brasil, liderado por Arthur Friedenreich y Neco, obtuvo su primera estrella.
La final tuvo una particularidad. Se definió con una verdadera rareza: el equipo local y Uruguay jugaron 150 minutos. Tras empatar 0-0 en el tiempo reglamentario, se disputó una prórroga de 30 minutos. Al mantenerse el empate, se disputó una prórroga de igual tiempo.
Arthur ‘El Tigre’ Friedenreich terminó marcando el único tanto, dando así fin al partido final y al campeonato.
EL RETORNO MÁS LARGO
La sede brasileña fue un desafío especialmente grande para los chilenos, que venían desde más lejos.
Debieron viajar en tren hasta Argentina y desde Buenos Aires tomaron un barco con la selección celeste y blanca hasta la ciudad carioca.
Pero el problema se dio a la vuelta del torneo.
Una tormenta de nieve cerró el cruce a través de los Andes, dejando a los jugadores chilenos varados en la ciudad argentina de Mendoza, en la frontera con su país. Sin recursos para alojarse allí –los futbolistas costeaban el viaje de sus propios bolsillos– tomaron la decisión de hacer el cruce en mula.
Tardaron dos semanas. Eventualmente llegaron sanos y salvos a Santiago, 40 días después de haber partido de Río.
Seguramente los chilenos hayan tenido pocos motivos felices para recordar ese Campeonato, porque además de aquel infernal y largo viaje, salieron últimos.