20/1/2025.- Bolivia es un país minero. Lo fue desde que el territorio del Alto Perú fue colonizado por los europeos. Primero fue la plata, después el estaño, posteriormente los concentrados de zinc, plomo, bismuto, antimonio, cobre, wólfram, ulexita y bismuto. A ellos se unieron de un tiempo a esta parte el oro y el hierro del Mutún.

No están muy lejanos los tiempos en los que la minería tradicional era el sostén de la economía nacional y que la Corporación Minera de Bolivia era la principal empresa del Estado, mientras que la minería mediana y chica daban su aporte al Erario Nacional desde el sector privado.

Datos oficiales muestran que entre 2023 y 2024 el valor de la producción de minerales se incrementó en casi 400 millones de dólares.

Tampoco están lejanos los tiempos en los que los trabajadores mineros forman un formidable núcleo humano que interpelaba al poder constituido, aunque aquella fortaleza se derrumbó por obra y magia del Decreto Supremo 21060 y la relocalización —un eufemismo para denotar el despido masivo—  de los obreros del subsuelo.

Pero ese conjunto de familias no se perdió en la nebulosa de la sociedad. No. Muchos de estos grupos familiares —probablemente nunca se haga una estadística— se establecieron en el trópico de Cochabamba, donde germinó el Movimiento Al Socialismo (MAS) que gobierna al país, con luces y sombras, como toda obra humana, desde hace dos décadas y se perfila como la fuerza principal de cara a los comicios presidenciales de este año, a pesar de su fraccionamiento interno.

La minería, comprendida ahora como estatal, privada y cooperativa, se mantiene como una de las principales actividades económicas en el país. Mantendrá esta condición durante mucho tiempo más.

Cuenta pendiente del Estado es volver a fortalecer los centros mineros estatales, no como una expresión de nostalgia por tiempos idos, sino por la necesidad de que las arcas nacionales perciban valiosos ingresos para su distribución entre todos los sectores sociales.