Hace algunos días, los bolivianos asistimos a elegir una vez más a las máximas autoridades de las cuatro instituciones del Órgano Judicial, que ejercerán sus cargos por seis años. Y lo hicimos obligados por el mandato de la Constitución, bajo amenaza de sanciones pecuniarias y ante el riesgo de vernos impedidos de ejercer derechos ciudadanos que nada tienen que ver con este proceso.

De las tres elecciones judiciales realizadas hasta ahora, quizá la peor fue la que acabamos de protagonizar: se llevó a cabo con un año de retraso, lo que viabilizó la autoprórroga inconstitucional de las anteriores autoridades; la preselección no logró consensos y estuvo plagada de serias sospechas de fraude en los exámenes orales; alcanzó únicamente al 70% de los cargos, debido a la decisión judicial de anular la elección de Vocales del Tribunal Constitucional Plurinacional (TCP) en cinco departamentos y de Magistrados al Tribunal Supremo de Justicia en cuatro.

Una de las contradicciones de este proceso fue que, pese a que la norma los invita a ser candidatos, prohíbe a los participantes hacer campaña, a riesgo de ser inhabilitados. Esto ha generado que todos, sin excepción, hicieran propaganda a través de las redes sociales (que no son controladas) o usaran a terceros para promocionar su imagen o denostar a los rivales.

Es decir que la primera acción de las nuevas autoridades de la justicia boliviana fue identificar las debilidades de la Ley para vulnerarla.

La elección judicial, junto al pluralismo jurídico, están entre las consecuencias más nefastas de haber adoptado una Constitución improvisada, ahistórica y excluyente, construida para mantener un modelo de poder sustentado en el partido único. La actual Carta Magna orienta la conformación del Órgano Judicial hacia el reemplazo de la meritocracia, la formación académica y la ética, por la sumisión al poder, la obsecuencia y la rendición del Derecho a la Política.

Este modelo no solo pervirtió al Órgano Judicial, convirtiéndolo en un apéndice del Ejecutivo, sino que agravó aún más la retardación, la discriminación, la corrupción y la impunidad, los males ancestrales de la justicia boliviana, conduciendo al país a un colapso total en la materia.

Una prueba de ello es el índice Mundial del Estado de Derecho 2023, que nos ubica en el lugar 131 de 142 países calificados, el puesto más bajo desde que inicio esta medición, superado incluso por naciones como Nicaragua o Haití.

Las peores notas de Bolivia corresponden a justicia penal, justicia civil, corrupción y respeto a los derechos fundamentales.

En los hechos, las elecciones de jueces por voto popular, solo han formalizado el control político, ya que los ganadores de los anteriores comicios fueron designados por cuoteo previo y oculto, legalizados por comisiones parlamentarias de mayoría oficialista, y legitimadas por una mínima votación ciudadana (el actual presidente del Tribunal Constitucional fue elegido por 29.000 votos de un total de 6.4 millones de electores), es decir que en realidad la elección popular resultaba siendo un engaño.

Este experimento electoral tuvo un costo muy alto. En términos económicos, los procesos de 2011, 2017 y 2024 significaron la erogación directa de casi 600 millones de bolivianos; sin embargo del costo mayor fue político.

En los últimos años, el TCP emitió fallos cuestionables que alteraron la institucionalidad democrática, como la autorización de la postulación indefinida, la sucesión constitucional, la ampliación de mandatos más allá de lo que permite la Constitución, entre otros. La evidente parcialidad política de las autoridades y la falta de transparencia de los operadores de justicia, se manifestaron en un derrumbe total de la confianza pública que, según una encuesta de octubre pasado, alcanza al 92% de personas que desaprueban al sistema judicial boliviano.

Incluso a nivel internacional hay una mirada muy crítica sobre el tema. El abril de 2023, la Comisión Interamericana de DDHH tras su visita oficial a Bolivia señaló que “La falta de acceso a la justicia en Bolivia está provocada por falencias normativas y debilidades institucionales; y la ausencia de independencia judicial”.

Luego de la experiencia del pasado domingo es ya evidente que el modelo de elección de jueces por voto directo ha fracasado en Bolivia, no solo porque facilitó la pérdida de independencia del Órgano Judicial, sino que impidió la reforma estructural de la justicia y creó un supra poder ilegítimo y desprovisto de control y fiscalización.

La recuperación del poder judicial, así como el retorno al modelo de designación de las máximas autoridades por mérito, debe ser una prioridad en la agenda nacional. Un sistema judicial confiable e independiente garantiza que la democracia funcione en la práctica porque sin justicia, no hay libertad ni igualdad verdadera.