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  • LA PRENSA

Un principio jurídico elemental establece que la comisión de delitos es personalísima, pero cuando una colectividad ampara a quien delinque se está en presencia no sólo de complicidad, sino de coautoría en las transgresiones a la ley.

Aun más, cuando las víctimas de aquellos hechos punibles son personas vulnerables, como son los niños de familias de escasos recursos económicos, las cosas son intolerables.

Todo alcanza un grado aborrecible si la comunidad que ampara a los malhechores —por llamarlos de alguna manera— pertenecen a una organización poderosa e intocable, escudada detrás de principios doctrinales intachables.

Esta introducción viene a cuento de lo que sucede con la Compañía de Jesús, la orden religiosa católica que alberga a sacerdotes jesuitas, quienes “desterraron” a los curas pederastas de España, cuyas conductas y tendencias conocían, y los enviaron a Bolivia para protegerlos de la acción de la justicia en ese país europeo.

En el país, continuaron esas monstruosidades y algunos de ellos murieron en la impunidad, mientras que otros viven los últimos años de su vida bajo el amparo de sus compañeros de hábitos, refugiados en apacibles conventos.

La Iglesia Católica está obligada a transparentar estas situaciones. Da la impresión de que los esfuerzos del papa Francisco en ese sentido se han estrellado contra el “stablishment” que pervive con la comodidad de los pecadores que hacen aspavientos de arrepentimiento y ostentan su poder para no ser sancionados.

Es necesario que, de oficio, el Ministerio Público de Bolivia investigue todos los centros, públicos, privados y de convenio, para descartar la ocurrencia de acciones de esa naturaleza y, en caso de encontrarlos, será preciso procesar y condenar ejemplarmente a quienes resulten ser culpables, vistan sotana o no, posean grados académicos o no. Y en caso de haberlos, los castigos penales deben alcanzar a los encubridores, sea cual sea su condición o estatus.

El silencio, ojo, también es complicidad

El cuidado de los niños debe ser la principal responsabilidad de todas las instituciones estatales y, en general, de la sociedad. Defenderlos, en caso de que hubieran sido víctimas de abusos, es un deber de todos. La salud física y mental de los pequeños está en manos de la colectividad en su conjunto.