¿Ustedes creen que la vida urbana es rutinaria, anquilosada, común y corriente? Nah, creo que les falta espíritu de aventura. La cosa es ponerse sensible ante la diversidad de estímulos y sensaciones que nos da, por ejemplo, un ordinario recorrido por las alternativas de transporte público de nuestra ciudad. ¡Los invito a este carrusel de emociones conmigo! Contexto: debo estar temprano en el centro de la ciudad para realizar un trámite administrativo, de esos que se podría hacer online, pero que requieren firma de funcionario y se realizan en “horas-poto”. ¡ Allá vamos!

7:25am. Salgo a esperar el minibús del barrio. Hay más de una línea, pero pasan llenos ya a esta hora. Debo estar en el centro a las 8:00am, así que asumo que voy tarde. Comienzo a caminar, mitad porque no hay más remedio que “ir subiendo” hacia la parada, mitad para evitar el frío de la mañana. Finalmente, encuentro lugar: me dejaron el asiento alero de la tercera fila. Estoy seguro que los ingenieros japoneses quisieron que esa tercera sea la última, ¿pero qué saben ellos? le añadimos una más y listo. Total, los bolivianos tenemos fama de ser bajitos. Una estudiante pide bajar y me obliga a levantarme, salir del vehículo, volver a entrar y reacomodar mis posaderas en el asientito que, si llego a ser un poco más orondo, no me aguanta.

7:29am. Un gordo sube al minibús de golpe y se da un cabezazo al entrar, justo en el sticker que dice “sierre despacio” (sí, con “S”). Me aguanto la risa, al igual que la chica de mi lado. El afectado me mira feo solo a mí. ¡Gordo gil, agradecé que no estás en mi asiento!

7:32am. No sé qué prefiero, si los 5˚ de sensación térmica de la calle o el “calorcito” de la cabina, en la que se mezclan los aromas de la señora que salió bañada en el perfume de su hija, los tenis que van en su cuarto día de uso consecutivo del universitario sentado a mi lado, la chompita del chofer que, adecuadamente doblada, funge como asiento del medio en la parte de adelante, y el bidón de gasolina mal tapado que está debajo de la última fila. Una mezcla estimulante. Es el frío o esto.

7:43am. A los antes mencionados acicates olfativos se unen, ahora, los estímulos auditivos: un locutor evangélico nos grita desde la radio que nos arrepintamos de nuestros pecados (“¡el tiempo ha llegado hermanos!”), junto con el tik tok de la chica de adelante (“son amoreees, fua, fua, amores que mataaan”), y la señora que escucha su mensaje de audio en el altavoz de su teléfono. Su sobrina le consiguió el Hemorrodil ungüento y ahora, todos en el minibús lo sabemos. Felicidades, seño.

8:11am. ¿Qué creen? El encargado de mi trámite no está. Ha pirtiu. ¿Pero ya habrá llegado?, pregunto. Nadie sabe. A lo mejor juega en ese campeonato de futsal en el que los funcionarios que compiten son declarados en comisión, para no perder sus días de paga. ¡País generoso! Imagínense vivir en Suiza y no poder jugar pelota en un día laboral, con el auspicio de los contribuyentes.

9:17am. Finalmente el funcionario llegó, saludó, le dijeron que alguien lo estaba buscando y obvio, para no parecer poco importante, se hizo esperar un rato. Después de revisar concienzudamente mi fotocopia de carnet en el mismo lapso que se acaba las obras completas de Dostoyevsky, obtengo mi sello y debo irme hacia otra dependencia que, me dicen, solo recibe trámites hasta las 10.

9:22am. Para llegar rápido a la mencionada dependencia, tomo el primer taxi que veo. Es un Caldina Blanco al que le falta la placa delantera (tal vez la trasera también), parece recién chocado o recién chapeado, según se vea, y para cerrar la puerta trasera “hay un truquito”, me dice el chofer. No hallo el truquito y el chofer se baja, molesto, a cerrarme la puerta.

10:19am. Terminado mi trámite, pienso emprender el retorno. Podría subirme al Teleférico y aprovechar la vista de la ciudad, adornada por el humo de los chaqueos, o tomar el Pumakatari. Pero me pregunto, ¿realmente voy a querer perderme tanta aventura a bordo de nuestro transporte público? Y pensar que hay quienes se quejan de que la vida citadina es aburrida. ¡Qué malagradecidos!

Por: Martín Díaz Meave