El término compuesto, anomia civil, es frecuentemente usado en la sociología y en la ciencia política. Tiene una multiplicidad de acepciones debido a sus múltiples causas y consecuencias.

En la política, por ejemplo, la anomia se interpreta como la ausencia de la ley, de normas y convenciones. En algunos casos se interpreta como la ausencia del Estado para hacer cumplir la ley. En la sociología se usa el termino para referirse al debilitamiento de las instituciones publicas y la disminución de la confianza en ellas.

Sin alejarme de la esencia de esas interpretaciones, propondré, para los fines de la presente columna, un concepto quizás un poco arbitrario sobre anomia civil.

Desde mi perspectiva, la anomia civil se puede entender como la total indiferencia de la sociedad civil y sus diversos grupos que la componen, a los graves y grandes problemas del país. La indiferencia es total.

El país está atravesando por graves problemas que tendrán una marcada incidencia en el futuro y las próximas generaciones y, desde la sociedad civil, no se hace nada significativo e influyente. Los diversos pronunciamientos en defensa del medio ambiente, así como manifestaciones y marchas, no tienen ninguna trascendencia, pues no modifican la conducta de los gobernantes.

Es incomprensible, por ejemplo, como hemos tolerado y permitido, sin hacer nada significativo y trascendente, que se perpetúe el mayor crimen ambiental que conoce la historia. El desastre provocado no tiene precedentes. Los daños son cuantiosos e irreparables. El último informe de la Fundación Tierra da cuenta de casi 11 millones de hectáreas devastadas por el fuego. Serían 20 millones de animales, de numerosas especies, quemados vivos y calcinados, entre mamíferos, reptiles, anfibios y aves. La magnitud del desastre es inconmensurable.

Si hubiera algo de justicia, mínimamente, los responsables, en este caso los gobernantes, deberían ser procesados y condenados por esos abominables crímenes.

No se puede entender tanta indiferencia de la sociedad civil frente a la degradación -al extremo- de la política. Tenemos a la peor clase política del mundo, los peores gobernantes. La mediocridad de esta clase política es insuperable y su falta de ética, principios y carencia de responsabilidad es infinita. La execrable calidad de esa clase política se refleja cotidianamente en los siempre fétidos escenarios del hemiciclo parlamentario. Sin la menor decencia, niegan, ocultan y hacen descarados teatros sobre determinados temas, en sus repugnantes conferencias de prensa. Ahora, en las dos ultimas décadas, se ha producido el mayor proceso de desinstitucionalización que conoce la historia.

También resulta incomprensible como, sin decir y hacer algo trascedente, hemos asistido “de palco” a la peor degradación de la justicia. El estado de la justicia no solo es atroz, por decirlo menos, es monstruoso y truculento. Los fallos, casi todos, son dirigidos. Jueces y fiscales vilmente sometidos al poder de turno. El poder no requiere magistrados, vocales, jueces y fiscales virtuosos y honestos. Requiere, más bien, a todos ellos sumisos. Los que levantan la voz o cuestionan algo, son separados sistemáticamente. El pago de esa sumisión permitirá luego, sobre todo, a jueces y fiscales, actuar con discreción.

Considerando solo los tres ejemplos anteriores, vean a donde nos dirigimos. La situación es extrema. Y es, justamente, en ese escenario donde la sociedad civil no puede quedar indiferente. Se excluye aquí a los denominados “movimientos sociales”, pues son más bien, aliados y cómplices de este pernicioso proceso.

Pues bien, la sociedad civil en estos momentos extremos no puede quedar y mantenerse indiferente. Están destruyendo el país y no hacemos nada trascendente. Si se observa bien, la anomia civil será cómplice del desastre.

Sin la pretensión de alterar el poder, es hora de interpelar a los gobernantes en la defensa de los bienes comunes. Para sus intereses particulares, los “movimientos sociales”, como los cooperativistas mineros, por ejemplo, interpelan y presionan al gobierno para conseguir leyes y disposiciones. Porqué no, entonces, desde la sociedad civil se pueden exigir leyes para evitar más crimines y ecocidios, defendiendo la vida de las próximas generaciones. También desde la sociedad civil organizada se puede presionar para llevar a cabo, de manera inmediata, una profunda reforma de la justicia.

Ahora, finalmente, veamos y tratemos de explicar algunas causas de esa peligrosa anomia civil. Ciertamente confluyen muchos factores. Entre los más acuciantes tenemos a la disminución dramática de la confianza en las instituciones públicas, que tiene como resultado un profundo debilitamiento. La gente no cree casi en ninguna institución pública. Estas, sobre todo las más importantes, han perdido credibilidad. Esto en términos sociales y de cohesión, tiene consecuencias terribles.

También claro, esa anomia social tiene origen en el miedo. En el miedo que instaló el régimen al procesar y encarcelar a todos los lideres visibles de la revuelta del 2019. Ese miedo, por un tiempo, impedirá en demandas cruciales la tan importante cohesión social.

Sin embargo, tampoco podemos cruzar los brazos y observar como cómplices el infierno que estamos dejando a las próximas generaciones. Se debe perder el miedo y, desde la sociedad civil, comenzar a organizarse. El fin de la anomia civil es crucial para salvar Bolivia.